martes, 10 de marzo de 2009

Anna en el país de las maravillas

Tal día como hoy leía a Camus en el metro -mais là où les uns voyaient l'abstraction, d'autres voyaient la vérité- y pensaba, detrás del pulmón derecho, que mi editora me había puesto una cámara oculta en la pupila.

Entre Marina y Urquinaona, transportada por una línea sonrosada, pensé que M.S. nos estaba poniendo a prueba. Ni tan sólo los técnicos daban crédito: no, el micro no funciona. ¿Cómo que no funciona? La pasividad de sus voces ponían un tono dramático en el descubrimiento: hace interferencias.

Esto es lo que pasa cuando alguien elige un micrófono inalámbrico. Que el micrófono siempre cae por el lado de la mermelada. Ya lo dijo Carrol en una ocasión: mermelada mañana, mermelada mañana ayer, pero nunca mermelada hoy.

Y esta fatídica mañana, yo compré un bote entero.

Lo peor de los momentos desgraciados no es no darse cuenta de los errores; lo peor es que los errores se acumulan. El auricular actúa como si nada pasara, las líneas de sonido bailan al son de las palabras en micrófono y todo el mecanismo parece mantener un orden cósmico. Nada más alejado de la verdad.

Me dirijo corriendo cual conejo aliciano para entrevistar al grande de los grandes; la sierra triplicada. Después de robar una fresa y esperar una hora, consigo un par de ligeramente radicales pensamientos de mi ansiado protagonista. No, la tarjeta no funciona. ¿Cómo que no funciona? La repetición de su voz pasiva me envuelve en un dejà vu kafkiano: tienes que formatear la tarjeta.

Después de tres meses, uno aprende que hay cosas en esta vida contra las que no puede luchar. Por ejemplo, los tornados del trópico, la muerte de Rubianes o el designio divino que te prohíbe coger declaraciones cuando hablas de cine catalán. Sólo nos queda el siempre magnífico Camus, de camino a casa, y la esperanza de que uno de estos días, cuando estemos en el exilio, los micrófonos funcionarán.

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